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si hay territorios que 
solo dependen de
ser cantados

una exposición de María García Ruiz
11.ENE.2025 — 08.FEB.2025

Si hay territorios que dependen de ser cantados, o más precisamente, que solo dependen de ser cantados, si hay territorios que dependen de ser marcados por simulacros de presencia, territorios que devienen cuerpos y cuerpos que se extienden a lugares de vida, si hay lugares de vida que devienen cantos o cantos que crean un sitio, si hay potencias del sonido y potencias de olores, hay sin ninguna duda gran cantidad de modos de ser del habitar, que multiplican mundos.

- Vinciane Despret, Habitar como un pájaro, 2022  


En la exposición Si hay territorios que dependen de ser cantados, María García Ruiz se curva y se desliza sigilosamente en el umbral de los rastros forajidos de esta inquietud palpitante de un condicional en el que la subordinada queda abierta , para imaginar otros modos de vida y de organización del habitar. Si habitualmente las reflexiones sobre los territorios están vinculadas a la propiedad privada, la defensa y la agresión, la atención aquí se vuelve a esas maneras de ser que multiplican mundos. También una referencia implícita a Los trazos de la canción de Bruce Chatwin (1987), esos mapeos inmateriales del territorio de las comunidades en movimiento, que de manera poética explora el concepto de las ‘líneas del canto’ o ‘songlines’, que son rutas tradicionales que los aborígenes siguen a través del paisaje, conectando diversos puntos geográficos con canciones, mitos y relatos ancestrales. Estas ‘songlines’ no son solo trayectos físicos, son también narraciones orales, silbidos, modos de habitar historias antiguas, de mantener una conexión viva con las formas de vida que han sido y que sus voces prolongan no solo como forma de memoria sino también de orientación que es inseparable del cuerpo y del espacio físico. Un modo de entendimiento profundo que se da en esos trazos cuando se transita y que emerge en los simulacros de presencia, en territorios que devienen cuerpos y se extienden a lugares de vida.     

María García Ruiz no viene a ocupar un lugar que esté hecho, produce su propio espacio para pensar la dimensión material de lo que hace lugar, para analizar cómo afecta a los cuerpos y el territorio una memoria de modos de habitar que no se fijan más que provisionalmente al suelo. Por momentos, una fabulación crítica o una ficción experimental que se desplaza entre el extravío de las palabras y el peso de las imágenes para producir una experiencia afín a la opacidad de unas formas de vida que crean lugar desde su propia inestabilidad que, como el canto, se propagan. De diversas maneras, su trabajo atiende a las formalizaciones, imaginarios y contradicciones que surgen a partir de una concepción del espacio basada en el desplazamiento, originada en la segunda mitad del siglo XX en Europa y que sigue afectando nuestro presente. Para ello, pone en relación los imaginarios de dos campos que operan fuera del espacio hegemónico de gobernanza: por un lado, la utopía, esto es, las arquitecturas radicales y experimentales de los años 60 y sus desarrollos en torno a la idea de movilidad; y por otro, el espacio de lo marginal, donde diversos proyectos singulares son aplicados para sedentarizar a comunidades nómadas, en particular, poblaciones gitanas, explorando la estrecha relación que estos proyectos tienen con la lógica del campo de concentración. De esta colisión de imágenes, conceptos y situaciones; y a través de esas topologías y tipologías de los cuerpos en movimiento, va articulando las dificultades y controversias que surgen en la arquitectura cuando se intenta dar forma a una cierta cualidad espacial que tiene que ver con los flujos de la vida. Y es que, finalmente, lo que se pone en juego aquí, lo que se cuestiona aludiendo a esas paradojas espaciales, es el propio acto de dar (o tomar) forma a una determinada forma de vida.

En La clase cultural: Arte, creatividad, urbanismo, Martha Rosler sostiene que cuando los primeros expresionistas abstractos exploraron el terreno del lienzo, pocos reconocieron en esas prácticas la preocupación por el espacio. J. Pollock, por ejemplo, creó una especie de desorientación al colocar sus telas sin estirar en el suelo. Desprovisto de la seguridad epistémica o de la estabilidad de un campo, abandonan los motivos de continuidad e integridad, para interesarse por los flujos, la fragmentación, las realidades borrosas e irregulares. “La conexión entre la perspectiva renacentista y los recintos de la Europa del medioevo tardío, junto con la nueva idea del terreno como un espacio del mundo real que hay que negociar y que proporciona puntos de cruce para el comercio, sólo se hizo patente tardíamente” . La transformación de las formas urbanas y los modos en que se habita el territorio afecta las formas de la experiencia y la subjetividad. Como afirma Henri Lefebvre en The Urban Revolution (1970), “la sociedad ha sido completamente urbanizada” , alterando profundamente el concepto de ‘vida cotidiana’ y volviéndolo el centro de la organización política. La cuestión por tanto no es si existen zonas no urbanas sino qué implicaciones tiene la hegemonía del paradigma de lo urbano cuando determina las relaciones y su vida interior. Para Lefebvre la calle es el sitio de un desorden vivo, un lugar, para jugar y aprender; con su bullicio y su vida, pero una tarea central de la modernidad ha sido la pacificación de las ciudades. 

El espacio ha desplazado al tiempo como dimensión operativa en el tardo capitalismo. Bajo este régimen económico incluso el tiempo se ha espacializado, diferenciado y dividido en unidades cada vez más mayores, situación que se ha intensificado en los últimos años. De ahí que movimientos como el de la Internacional Situacionista se preocupara por el creciente papel de lo visual –y su relación con la espacialidad— en el capitalismo moderno, criticando visiones como la de Le Corbusier y de otros modernistas utópicos, por “diseñar una ciudad carcelera en la que los pobres están encerrados y empujados a una utopía extrañamente estrecha de luz y espacio, pero alejados de una vida social libre en las calles” , destruyendo los últimos restos del goce. 

Los procesos de creciente desmaterialización de la vida en donde lo intensivo, lo espectral e incorpóreo de nuestra época atmosférica, energética y volátil, que va desde el movimiento anónimo del capital hasta las interfaces que gobiernan nuestras relaciones, podrían hacernos pensar que las preocupaciones por la distribución espacial han perdido actualidad. Lo cierto es que las dificultades para comprender los modos en que el espacio opera como medio son cada vez mayores. 




Sacudir la historia
María García Ruiz analiza “cómo se mueve la arquitectura” , va trazando una genealogía de los modos en que se forma la capacidad de dar forma, la modelación de los individuos y los progresivos procesos de desarticulación de las comunidades. Su reflexión aborda desde las imágenes y la puesta en espacio, las formas de vida que respiran en esos entres densos que no se ordenan bajo los imperativos de normatividad. Haciendo una suerte de rasguño a las memorias y las prácticas que sedimentan unos vínculos, moviendo los materiales para agrietar el paisaje que ha configurado la estructuración moderna de los cuerpos. 

La práctica genealógica, contrario a la historiográfica, atiende a los relatos, pero sobre todo a los gestos, a los movimientos menores, un modo particular de ser sensible a las cosas. Desde ahí interroga las condiciones de apertura de las fibras de tiempo. Una práctica que por momentos opera como una percusión y, en ocasiones, desde otras condiciones de acogida que le permiten ser sensible a los fantasmas y a sus espantos. Si la producción del paisaje ha generado sus formas de relato, mirada y dispositivo, no ha cesado de producir, al mismo tiempo, su fuera de campo: aquello que queda fuera del cerco donde se supone está lo especial, lo que debe ser atendido y que conforma una poética particular del territorio. Todo paisaje “es el reflejo de un orden social y político” , pero, como nos recuerda Gilles Clément, “todo ordenamiento genera un espacio residual” . Las imágenes pueden alterar ese orden en el que se ha fijado una representación, su carácter inquieto y siempre inconcluso las pone en buena disposición para acoger la diversidad que ha sido expulsada o aplastada por una forma dominante. 

Una genealogía por la imagen es una práctica que se resiste al relato y a los modos de fijar los repartos que nos han sido dados. Pone a operar su materialidad en un sentido diferente, abre un espacio potencial de indeterminación que no es colmado por el gesto que articula su desvío. Las imágenes potenciales son imágenes que están pendientes de resolverse, que proponen una manera de ver, una posibilidad, una posición. Este tipo de imágenes necesita ceder a la prefiguración para entregarse a un ámbito que no se conoce. Para eso no hay una manera de hacer, cuenta situación por situación, pero es necesario prevenirse de no establecer unas premisas y afirmaciones iniciales que fijen demasiado una ruta de desempeño. Lo posible no es algo que hubiera estado allí desde siempre esperando su momento, que hubiese estado contenido ya en una realidad que está por descubrir. La posibilidad ha de ser creada en cada caso, en un juego dinámico con los hábitos, en el contacto con una realidad singular que “opera a través de la energía del roce de lo que no se adecúa” , pero que encuentra su ritmo y aliento.

Lo que resiste no remite necesariamente a un coeficiente de adversidad, puede presentarse bajo la forma de una virtud, aquello en lo que se puede confiar. También como un exceso que no se deja asimilar ni modelar y que interroga el estatuto mismo de lo que se entiende por creación. Para Michel Foucault, por ejemplo, en un período de sus investigaciones que va desde Vigilar y castigar hasta las elaboraciones del primer volumen de Historia de la sexualidad, la resistencia no es reactiva ni negativa, es un proceso de creación y de transformación permanente. Pero en el caso de Foucault siempre está vinculada a los funcionamientos del poder y cercana a la noción de vida. Si el poder es productivo, la resistencia es inventiva.

Podríamos decir que es en este sentido se mueven las investigaciones de María García, para que “el potencial de expulsión sea estudiado no simplemente en relación con la no expulsión” , para acompañar la densificación de esas formas de experiencia, para entender algo de su movimiento, en donde movimiento no quiere decir trayecto recorrido. Se hace necesario hacer reaparecer momentos históricos en las coyunturas en que otros acontecimientos hubieran sido posibles para desde ahí tocar su historia potencial. Para tal historia no es suficiente criticar la situación existente. Es necesario hacer sensible las posibilidades de lo que ha sido violentamente borrado y silenciado para que -entre el artificio y la exageración- se pueda sentir su inestabilidad y tantear un paso diferente. “Entonces, la historia potencial es al mismo tiempo un esfuerzo por crear nuevas condiciones tanto para la apariencia de las cosas como para nuestra apariencia como narradores, como quienes pueden –en un momento determinado–intervenir en el orden de las cosas que la violencia constituyente ha creado como su orden natural” .  

Ello implica, en ocasiones, saltarse los espacios escénicos, preguntarse qué sería hoy actuar en las plazas de los pueblos, crear infraestructuras parciales para acoger la paradoja de unos modos concretos de vidas que se escabullen formando su propia escena que es siempre obscena, un modo de ser-en-movimiento. Una vida que no se puede separar de su forma y que al mismo tiempo se resiste a tomar una sola forma. Quizás no tanto para “desarticular el sueño de los tecnocrátas de la ciudad de hacer de esta un espacio del todo inteligible, liso, desconflictivizado y amable. El espacio urbano es un espacio agujereado” , sino sobre todo para sacudir la historia y preguntarse ¿qué relación establece el cuerpo con esa forma que finge? ¿cómo envolver los pliegues donde se recoge la vida y donde podría formar una posibilidad diferente?




Afuera de campo
Si formar un campo es trazar un recorte desde los bordes sinuosos de un determinado modo de hacer, el afuera de campo es precisamente aquello que no se puede situar, pero que, al mismo tiempo, define el campo de manera negativa. Una suerte de bruma espesa que se extiende como aquello que no puede ser incorporado, que es apenas tensión y no alcanza a definir del todo una conflictividad latente. El contorno se suspende, se desplaza llevando al límite a la propia forma para abrir esos espacios donde se negocia lo que se define como culturalmente valioso o donde se establecen y se fijan ciertas dinámicas de poder tanto económico, como político o social, pero también donde las fronteras se hacen fluidas no por azar sino a fuerza de insistencia. 

Jean-Christophe Bailly, en El animal como pensamiento (2007), comparte un deseo de imagen, una imagen que pudiera formar uno de esos momentos en que las relaciones -entre la conciencia y el campo, entre la rapidez de un punto móvil que desplaza y la superficie- se configuraran como una punta. Podríamos entender esa punta como el complejo espacio que genera el afuera de campo que da ocasión a una singularísima experiencia en donde se topa un leve desfase entre rasgos que se conocen y un ligero pero profundo gruñido desconocido. Un encuentro con cierto movimiento asustadizo de intervalos silenciosos, como cuando se transita un campo de noche, ese cúmulo de momentos en que creemos ver algo que después de un momento, de una ínfima vacilación, se mete, desaparece. Esa fugaz experiencia que tiene la extensión de un instante, duración que permite que su extrañeza sea nuevamente declarada, como si centelleara aquello que suele estar excluido a la mirada, el espacio sin nombre en el que otra forma de vida se abre camino. 

Un espacio que abre, que no es lineal, tampoco es el recorte de un cuadro, es de un espesor de trayectos, un poco al modo en que se forma y deforma el espacio en un trazo indefinido cuando se intenta mirar algo que aparece y se pierde. Podríamos pensar también de todas aquellas historias que no están en el cuadro y que piden una distancia, una necesaria dispersión de imágenes para entrar en contacto con juegos, disposiciones, latencias y fascinación para poder percibir aquello que ha caído fuera de lugar, incluso cuando no tiene escena, que por lo tanto pide espacio.

No se trata de un montaje en donde una imagen desaparece y otra nueva toma su lugar, en donde una imagen viene a ocupar el lugar de otra, al contrario, pareciera que la inquietud que pulsa aquí es cómo trabajar sin que una imagen reemplace a otra, sino que ingrese en una relación con ella . Es más, diría que en el pensamiento de María García no podemos hablar de un montaje de imágenes solamente sino de diversos materiales que forman capas complejas, una arquitectura que muestra su fragmentación y sus pliegues, que forma nuevas capas para aparecer. 

Incluir el espacio en el montaje y, al mismo tiempo, montar en el espacio. Espacio que no es lineal, no es el recorte de un cuadro, sino que es un espacio que no es una cosa en sí, es un conjunto de relaciones, de trayectos, de idas y venidas, entre lo que se ve y forma aparatos perceptivos y todas aquellas historias que no están en el cuadro. El espacio se produce dinámicamente, pero es necesaria una operatoria singular para liberar un espacio que nos ponga en contacto con esos intervalos que no se sujetan al nomos de la arquitectura moderna, hacer un hueco para que aparezcan esas formas fugitivas de juego, disposiciones, miradas, fascinación. Hace falta un gesto que descomponga y articule sin encadenar, para producir cierto arreglo de distancias. 

El montaje es también un lugar de exploración de las diferencias de los cuerpos respecto de sí mismos. El poder del todo ya no reside en un cuerpo fusional o expresivo, sino en los contornos que se funden unos con otros. “Mostrar ese montaje es mostrar que un objeto, una imagen, una palabra están siempre en movimiento, en tensión entre un pasado y un futuro, entre una invención y la invención nueva que esta le requiere a aquel o aquella que las tiene en su mano, a aquel o aquella que mira su imagen. […] el arte, la imagen activa no es la forma visible que reproduce un objeto. La imagen está siempre entre dos formas. Es el trabajo que se crea en un intervalo” .

Operación de montaje que no tiene que ver solo con el moderado ritmo de los cortes, también con una capacidad quizás más compleja que es la de ensamblar sin encadenar. Se requiere más tiempo para atender a cómo alguien se sienta, cómo recoge las piernas justo antes de levantarse, cómo mueve los labios para predecir la suerte o cómo se agitan unos pendientes en un baile colectivo. Se necesita espacio, es necesario mover los materiales, darles otra forma para que aparezca lo moviente y se despliegue una historia potencial. Quizás por eso, Gilles Deleuze, siguiendo a Bergson, sostenía que el montaje es “la determinación del Todo”, precisamente porque para Bergson el todo no es un sistema cerrado, sino que es un conjunto abierto, “dimensión de un ser-tiempo que cambia y así dura y produce lo nuevo”, en el proceso de montaje algo cambia, algo sucede, deviene. Y, ese todo que cambia, se hace sensible indirectamente en la relación que forma, ahí se juega también la potencia plástica. Por ello, el montaje es una operación que permite establecer una relación con esas formas de espacialidad fugaz y transitoria, como ocurre con el cuerpo o el sonido, para poner a bailar la concepción de espacio geométrico como algo que nos viene dado. 

Montar tiene un doble sentido, subirse o encaramarse a algo, también poner algo a andar, poner el cuerpo en el trazo de un sentido. “El espacio necesita del cuerpo que se mueve a través de él; la arquitectura implica ciertos modos de uso y prácticas que suceden dentro del espacio. A través del conjunto de relaciones que vinculan nuestros cuerpos a la maquinaria tecnológica, el espacio adopta su modo de realización, es decir, adquiere su forma y su modo de existencia” . Por lo tanto, para hacer otro cosido provisional de los límites e introducir un movimiento generativo es necesario también dejarse acampar, habitar producciones espaciales siempre transitorias e inestables. María García, lo dice así de su propia investigación, que ‘rodea’ las vicisitudes de las comunidades romaníes en su existir histórico, en los modos en que han configurado lugares en el encuentro violento que busca dar forma al espacio de la sociedad occidental fijando a comunidades siempre ligadas al movimiento . Hace un juego entre el savoir habiter y el savoir vivre francés, el arte de vivir, de disfrutar la vida. Así, el savoir vivre aparece capturado por la máquina arquitectónica que en esos momentos está formando parte de una reestructuración de los dispositivos de poder sobre la vida. 

Las reflexiones de María García, así como su despliegue plástico, no son abstracciones generales, siempre están muy cerca de la singularidad. En distintas ocasiones le da su propio relieve a las reflexiones de Ethel Brooks en la doble cualidad de campo como gesto político entre campo, campamento y campo de concentración. Comunidades que a través del acampar han creado sus propias maneras de ocupar el espacio, creando espacios de permanencia con una contingencia estructurada y, al mismo tiempo, asegurado su modo de ser en movimiento. Comunidades que serán retenidas contra su voluntad para ser, paradójicamente, expulsadas a otro campo.

María García sostiene que “podríamos decir que, si el espacio de la ciudad moderna se genera con la arquitectura y el ritmo de las máquinas, en el campamento es generado por los cuerpos, con sus disposiciones rítmicas en constante movimiento: una sinfonía de gestos que se despliega y se repliega para volver a desplegarse en otro lugar de nuevo, siendo la misma y diferente cada vez” . Quizás por ello también en los trabajos de María el montaje es también una contingencia estructurada que sigue el afuera de campo, lo ágil y lo que sedimenta en su movimiento, “lo revuelve”  atendiendo a donde sopla el viento y no deja de vibrar. Desde esa atención tan precisa que ella forma sosteniendo situaciones de no saber, situaciones no organizadas por un modelo, María García pone a trabajar “a una serie de documentos, archivos, cuerpos y voces. Historian de otra manera, no es una historización discursiva o narrativa. Referencias que se escapan de su lógica” .






Cantar el territorio
Una tensión que pasa por una arquitectura que está más cerca del cante, el silbido y la jerga, por aquello que no pasa por una lengua oficial. Zonas huidizas que reconocen la necesaria dimensión espacial del lenguaje, pero también que éste no puede incorporarla sin estremecerse. Que instituye destituyendo, introduciendo al mismo tiempo lo otro del discurso. Esa exterioridad que constituye el espesor mismo de lo figural es la extensión sensible, donde el pensamiento, en efecto, se forma . Podríamos decir que de alguna manera María sigue el pulso de la pregunta por cuál es la jerga que interpelan esos espacios de la gramática de la arquitectura moderna, estas maneras de hacer espacio de la arquitectura informal. Una tentativa de moverse con las imágenes, deslizarse por algunos umbrales de las relaciones íntimas de su materialidad, de su geografía variante, una extensión menor, una particular fuerza disidente desde la que se impugna la operatividad de la máquina desde una opacidad que se expande o se contrae según el movimiento rítmico de los cuerpos que hacen con ella lugar.  

Podemos entender la propia exposición como un modo de cantar el territorio y de hacer un campamento provisional para que se genere una densidad entre el uso y el desvío, una capacidad mínima de indeterminación que puede ser compartida, un movimiento que no está limitado por la obligación de realizar acciones sino deambulando espacios mínimos. Va esbozando su propia coreografía para abrir un hueco por donde hacer respirar aquello que ha constreñido su forma. Como ese hilito de nube que nos viene de dentro y que solo muestra su densidad los días de frío y permite que aparezcan, momentáneamente, las emergencias de nuestros movimientos. 

Materiales muy diversos, poéticas inacabadas, que no fijan un inicio claro ni tampoco conclusivo, sino que toman las cosas por el medio -en el decir de G. Deleuze- entre el vídeoensayo epistolar, el ensayo fílmico, fotografías, serigrafías, instalaciones que forman restos de arquitecturas frágiles que hilan otros espacios. En «Linz / Kosice / Kalocsa» (2014), por ejemplo, reúne un atlas en movimiento con las imágenes de distintos espacios ocupados o habitados por gitanos en esos lugares de la Europa Central. Una documentación necesariamente incompleta sobre los rastros de ciertos hábitats gitanos en el paisaje, entendiendo esas trazas como elementos desestabilizadores del proyecto habitacional moderno. Las imágenes se entrelazan con fragmentos de textos de arquitectura utópica que sentaron las bases de ciertos conceptos clave de la arquitectura moderna. Cada ventana contiene, además, una respiración: la vibración que existe entre el afuera (político) y el adentro (poético). En «Tierras raras» (2019), el elemento material se fuga de su propio sentido. El nombre hace referencia a un grupo de metales escasos que están presentes en la mayor parte de dispositivos tecnológicos que pueblan nuestra vida cotidiana, desde los teléfonos móviles a los coches eléctricos, que se entrelazan con un cuento de cama, una mano que sale y te coge directamente para mirarte a los ojos en un tiempo y espacio anacrónico. En «Allure» (política y poética de los cuerpos en movimiento) (2020), un trabajo atravesado por otras investigaciones incluso crea modos de ponerlas juntas para que resuenen, para que produzcan su propia sombra que no es ausencia sino un contorno donde se sensibiliza un campo. Ya el propio término escogido hace alusión a algo que ocurre por atracción, una articulación que es posible por lo que no está explícitamente ahí, pensar la hipertrofía de la imaginación técnica en relación al movimiento. 

En «Muros de viento, sarcófagos cristalinos» (2024), la investigación adopta la forma de una conferencia performativa y, luego, de un libro de artista que no deja de salirse de sí. Las figuras se escapan, las referencias aparecen como si les hubieran puesto pies para que se muevan y no se dejen de desplazar. Las líneas de errancia constituyen una geografía íntima en donde las imágenes no funciona entonces como “una identidad cerrada sobre sí sino [desde su] potencia de variación” . Movimiento diferente el que opera en «Virgencica, Virgencica!» (2016), desde un análisis crítico del proceso de regeneración urbana que supuso la edificación del conjunto residencial de emergencia denominado La Virgencica, atiende al cuidado de los vínculos que hacen posible la existencia de una comunidad desde una instalación efímera, introduciendo cierta indisponibilidad de lo que no tiene escena. Un camino inverso al mentado por Guy Debord en «La sociedad del espectáculo»: si todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación, hacer de la representación algo directamente experimentado. O en «Arquitectura moviente (palacios destituyentes)» (2022-2023), en el que una serie de Fotografías color, impresiones color, donde se enreda y se percute aquello que decía Allan Sekula hablando del trabajo de Darcy Lange, en donde fiesta y política se confunden, porque la fiesta es el único espacio político posible de la comunidad, donde esta se encuentra y se reconoce, no como par dialéctico sino como intensidad que se despliega e instituye destituyendo. 

Si hay un interés por estos espacios mínimos, desde luego no se trata de ninguna potencia transparente, sino que es una potencia porosa, arraigada en una experiencia, que es también una experiencia de herida, de desgarro. Tampoco es propiamente la potencia de la impotencia, más bien una potencia que no es una potencia productiva pero tampoco de no hacer. Es más bien la potencia de “un toldo abierto por los cuatro costados (…)” , como dice Tamara Kamenszain en El gueto de mi lengua (2022), el drama de estar adentro de un afuera, bajo el cobijo de una telita apenas si se hincha/parece sábana desvelada sobre cuatro palos. Para no dejar de preguntarse cómo la vida se multiplica y se hace cada vez más compleja, por eso María García se interesa por esas formas de hacer, savoir vivre que por mucho que se intentan aniquilar, forman colaboraciones discretas en sus superficies, siendo la misma y diferente cada vez, para seguir el canto de un territorio que sea un lugar sobre el que tenderse, forzando a los pies a dar más de sí, a sacar la lengua de su sistema, torsión poética que pide salirse, pueblito que baja y se pierde para salir del cobijo transformado en lastre. 


Texto por Andrea Soto Calderón


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